Hablar del Padre Pío es adentrarse en un misterio de amor entre Dios y un alma elegida. Sus estigmas, su ministerio en el confesionario y su intercesión poderosa son conocidos en todo el mundo. Pero detrás de esa vida extraordinaria encontramos algo que nunca debe olvidarse: un niño humilde, un hogar pobre, unos padres que vivían con fe y que supieron transmitir a su hijo el sentido de la eternidad.
Hoy, al contemplar su infancia, nos preguntamos: ¿cuál es nuestra misión como padres y como hijos dentro del plan de Dios?
El hogar como cuna de la santidad
Francesco Forgione —el futuro Padre Pío— nació en un ambiente sencillo, donde no había abundancia de bienes materiales, pero sí un tesoro espiritual que ninguna riqueza puede igualar: la fe vivida en lo cotidiano.
Su padre, Grazio, analfabeto y campesino, fue capaz de dejarlo todo y emigrar a tierras lejanas con el único fin de que su hijo pudiera seguir la vocación que Dios le inspiraba. Su madre, María Giuseppa, con fortaleza y dulzura, imprimió en su alma la huella de una fe recia, esa que se alimenta en la misa diaria y en la obediencia amorosa a Dios.
Ambos padres, con su ejemplo silencioso y su entrega, hicieron de su hogar un semillero de santidad. Ellos no planearon la vida de un santo, pero sí cumplieron fielmente con su misión de padres cristianos: transmitir la fe, corregir, sostener y acompañar a sus hijos en el camino hacia Dios.
La infancia que mira al cielo
Desde sus primeros años, Francesco mostró una sensibilidad especial hacia lo divino. Obediente y recogido, prefería ir a la iglesia antes que unirse a los juegos de los demás niños cuando notaba que estos lo podían alejar de la pureza del corazón. Muy pronto tuvo experiencias místicas que lo marcaron para siempre: visiones de Jesús y de la Virgen, así como las primeras pruebas espirituales con las que el demonio intentaba atemorizarlo.
Pero su vida infantil no fue una existencia de ángel apartado del mundo. Fue un niño con debilidades, juegos, tentaciones y travesuras. Lo que lo distingue es que, en cada paso, aprendía a responder con sinceridad y amor a Dios. Y detrás de esta respuesta estaba el sostén de una madre que lloraba al verlo castigarse para imitar a Cristo, y de un padre que lo llevaba consigo al templo, sin sospechar que esa semilla temprana daría frutos para toda la Iglesia.
Padres que entregan, hijos que responden
La vida del Padre Pío nos recuerda que la misión de los padres no termina en proveer alimento y educación. La verdadera misión es entregar a Dios lo más precioso: el alma de los hijos. La madre del Padre Pío lo acompañaba a misa y se fortalecía viéndolo amar lo sagrado; su padre trabajaba en tierras lejanas para que su hijo pudiera ser sacerdote.
Como hijos, también tenemos un llamado: obedecer, aprender, agradecer y vivir sabiendo que nuestra vida no nos pertenece, sino que está llamada a ser don para Dios y para los demás. Francesco lo comprendió muy pronto, y desde su infancia supo ofrecerse a Cristo.
Una pregunta para nuestra vida
La historia de la infancia del Padre Pío nos invita a detenernos y reflexionar:
Si somos padres, ¿estamos formando a nuestros hijos para el cielo o solo para un futuro terreno? ¿Nos sacrificamos por su santidad como lo hicieron Grazio y Mamma Peppa?
Si somos hijos, ¿hemos comprendido que estamos llamados a una misión eterna, y que nuestra mayor respuesta es la entrega confiada a Dios?
El pequeño Francesco Forgione nos muestra que la santidad comienza en lo secreto de un hogar pobre, en las lágrimas de una madre que reza, en los sacrificios de un padre que lucha, y en el corazón de un niño que aprende a decirle sí al Señor.