El 23 de septiembre, la Iglesia celebra la memoria litúrgica de San Pío de Pietrelcina, aquel humilde fraile capuchino que, marcado por los estigmas de Cristo, vivió una vida de sufrimiento, entrega y milagros. Su figura se alza como un faro para los cristianos de nuestro tiempo, llamados a mantener la fe firme en medio de las adversidades.
Los sufrimientos de un elegido
La vida del Padre Pío estuvo sellada por el dolor desde muy joven. Su salud fue siempre frágil, acosada por enfermedades misteriosas. A ello se sumaron las vejaciones diabólicas que lo acompañaron durante años, ataques espirituales que buscaban quebrar su alma.
Pero los sufrimientos más profundos vinieron de dentro de la Iglesia: incomprensiones, acusaciones injustas, prohibiciones de confesar y hasta de celebrar públicamente la Santa Misa. Humillado y silenciado, jamás se rebeló, porque veía en esas pruebas la mano amorosa de Dios que lo purificaba y lo asociaba más íntimamente a la cruz de Cristo.
En sus propias palabras, “el sufrimiento es mi pan de cada día”. Para él, sufrir por amor a Jesús era participar en su redención. Por eso, cuando usted viva momentos de oscuridad, recuerde que el dolor no es señal de abandono, sino lugar de encuentro con el Crucificado.
Obras de misericordia que permanecen
El Padre Pío no se limitó a aceptar el sufrimiento: lo convirtió en caridad viva. Miles acudían a su confesionario, donde pasaba hasta 16 horas al día devolviendo la paz a las almas. Su Misa, vivida con unción y lágrimas, era una verdadera participación en el Calvario.
Además, fundó la Casa Alivio del Sufrimiento, un hospital destinado a atender con dignidad a los enfermos pobres. Aquel gesto de misericordia sigue vivo hasta hoy, como signo de que la fe se traduce en obras concretas de amor.
Nos enseña que nuestra fe no puede quedarse en palabras: debe encarnarse en servicio, en ayuda a los más necesitados, en consuelo para quienes cargan cruces más pesadas que las nuestras.
Su tránsito al cielo
El 23 de septiembre de 1968, después de haber celebrado la Santa Misa y rezado incesantemente el Rosario, el Padre Pío entregó su alma a Dios. Sus últimas palabras fueron: “Jesús, María”. En ese instante, los estigmas que había llevado por 50 años desaparecieron milagrosamente, dejando su cuerpo limpio, como si Dios confirmara que aquella ofrenda se había consumado plenamente.
Su muerte fue la coronación de una vida entregada hasta el extremo. Hoy, desde el cielo, continúa derramando gracias sobre quienes lo invocan con fe.
Aprender de un gigante de la fe
En tiempos de incredulidad, de dolor y de tantas pruebas, San Pío de Pietrelcina nos recuerda que la cruz es el camino seguro hacia la gloria. Sus sufrimientos, sus obras y su santa muerte son un llamado a no rendirse, a perseverar, a confiar siempre en la providencia divina.
No deje pasar este día sin pedirle su intercesión. Entréguele sus penas, sus luchas, sus intenciones. El Padre Pío nunca deja de escuchar a quienes lo invocan.