Después de haber meditado en la grandeza de la Sangre redentora de Cristo, y de reconocer cuánto se la ha olvidado en tantos corazones y hogares, es necesario dar un paso más profundo: contemplar de dónde brotó esa Sangre.
No fue una herida más. Fue el Corazón del Hijo de Dios traspasado por una lanza. Fue el centro de su amor el que se abrió, y de Él brotó la redención del mundo.
“Uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua.”
(San Juan 19,34)
Este versículo, tan breve, contiene un abismo de amor. Y no es una metáfora: es un hecho real, físico, espiritual y eterno. La sangre que nos redime brotó del Sagrado Corazón de Jesús. Por tanto, no se puede separar esta devoción de la del Corazón divino que latía por nosotros.
Un Corazón que ama hasta el extremo
En cada gota de Sangre hay un mensaje, una entrega, una invitación. Pero en el momento en que ese Corazón fue abierto, Dios mismo nos reveló que el amor que redime no es un amor abstracto, sino concreto, doliente, sangrante.
El Corazón de Cristo no se limita a ser símbolo de ternura. Es el lugar de donde brotó el precio de nuestra salvación. Por eso, quien ama verdaderamente al Sagrado Corazón, adora también su Sangre. Y quien se consagra a la Sangre de Cristo, se entrega al Corazón que la derramó.
Ambas devociones están unidas, no por sentimiento, sino por misterio. Por designio divino. La Sangre de Cristo es la expresión más profunda del amor de su Corazón.
Sangre y Agua: los dos ríos de salvación
No brotó solo Sangre. San Juan fue testigo de que del costado de Jesús salió sangre y agua. La tradición de la Iglesia ha visto en este hecho una revelación del misterio de la gracia: la Sangre, que redime; el Agua, que purifica. Ambas fluyen del Corazón traspasado.
Y por eso la devoción al Sagrado Corazón —promovida por el mismo Cristo a Santa Margarita María— no es un consuelo dulzón, sino una invitación a contemplar el dolor, la reparación, el sacrificio que ese Corazón sufrió por amor. El mismo Señor le dijo a la Santa:
“He aquí este Corazón que tanto ha amado a los hombres… y que no recibe de ellos más que ingratitudes.”
¿Y cuál fue la prueba de ese amor? Su Sangre.
Una devoción para consolar y reparar
Al mirar un crucifijo, al rezar ante una imagen del Corazón de Jesús, no podemos olvidar: ese Corazón derramó Sangre por usted. Y esa Sangre aún clama, aún tiene poder, aún espera ser adorada y suplicada.
Si el mundo ya no ama al Corazón de Cristo, nos toca a nosotros consolarlo.
Si muchos han pisoteado su Sangre, nos toca a nosotros repararla.
Si tantos viven como si ese Corazón nunca se hubiera abierto, nos toca a nosotros recordar, adorar y responder.